Cuando la Guerra Fría llegó a los Juegos Olímpicos
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Los Juegos Olímpicos se convirtieron durante una época en un patio de recelos políticos, boicots, venganzas y desvaríos ideológicos.
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Todos sabían qué estaba pasando cuando la alberca se tiñó de rojo. Entre las patadas y los golpes bajos, un jugador de Hungría mostraba un rostro ensangrentado. Era el final adecuado para un partido de waterpolo lleno de rabia política. El ideal de la antigua Olimpia, en el que los hombres se enfrentan como individuos, sin conciencia de naciones, partidos políticos, raza o religión, no se había dado cita ese mítico 6 de diciembre de 1956 en Melbourne. El partido enfrentaba a la Unión Soviética con el poderoso equipo de Hungría. Y los húngaros estaban arrasando. El marcador iba 4-0. La tribuna estaba enloquecida. El partido fue extremadamente violento. Los jugadores se daban golpes con los codos y, debajo del agua, trataban de alcanzar los genitales del rival o un nervio en el muslo. Verdadero caos. Cada vez que tenía oportunidad, la estrella del partido y de la selección húngara, Ervin Zádor, le gritaba a sus contrincantes: “¡Asesinos!” Esto, por supuesto, tenía una razón de ser. Los líderes de Hungría habían manifestado la clara intención de separarse de la influencia del bloque soviético. Stalin, con su habitual gusto por la diplomacia, mandó los tanques. Miles de húngaros estaban siendo masacrados en las calles de Budapest mientras el comité olímpico alababa la unión deportiva de los pueblos del mundo. Harto de sus imprecaciones, el jugador ruso Valentin Prokopov le recetó un tremendo golpe a la estrella de Hungría. Le destrozó el pómulo y el tabique nasal. La sangre que le corría del rostro tiñó de rojo la alberca. Todos sabían lo que estaba pasando. El partido se detuvo y los soviéticos concedieron la derrota. El público estaba vuelto loco y por poco baja de la grada para unirse a la pelea. Los húngaros, orgullosos, pasaron a la final y conquistaron el oro olímpico. Sin embargo, después de la competencia, nunca regresaron a su país. Ervin Zádor y todo el equipo buscó asilo político en Estados Unidos para huir de la dictadura soviética. Era evidente que el mundo no era el mismo y, cuando esa alberca se tiñó de rojo, todos supieron lo que estaba pasando. A pesar de que el comité olímpico y su aguerrido líder, Avery Brundage, seguían manteniendo un discurso anquilosado de unión y convivencia deportiva, la Guerra Fría había llegado con sus rabiosos vientos a las justas olímpicas. A partir de ahí y durante treinta años más, los Juegos Olímpicos se convirtieron en el patio de recelos políticos, boicots, venganzas y desvaríos ideológicos. Claro, el ingreso de los rusos al COI no fue el único problema que, por aquel entonces, tuvo que sortear Brundage. En 1949, China colapsó y el país se dividió en China continental, controlada por los comunistas, y Taiwán, controlado por los nacionalistas de Chiang Kai-Shek. Ambas chinas querían formar parte de los Juegos Olímpicos. Pero, evidentemente, no podía haber dos representaciones del mismo país en la competencia. El problema chino tardó mucho tiempo en resolverse y hubo toda clase de boicots y tropiezos internacionales en los siguientes años. Pero, en ese entonces, China todavía no era una potencia deportiva y estas cuestiones quedaron más en la arena política. Los soviéticos, en cambio, cambiaron para siempre el balance de poder en el medallero. En los siguientes Juegos Olímpicos, en Melbourne 1956, la tensión política giró en torno al conflicto del Canal de Suez, por lo que los representativos de Egipto, Líbano e Irak boicotearon la justa deportiva. Reclamaban que se expulsara del Comité Olímpico a los franceses, británicos e israelíes por la intervención militar ilegal y catastrófica que habían urdido en Egipto. El COI, compuesto mayoritariamente de franceses y británicos, evidentemente se negó. El otro gran conflicto de esos Juegos Olímpicos fue el que llevó al famoso enfrentamiento en la alberca de Waterpolo con golpes bajos y caras sangrantes. Avery Brundage, con su habitual retórica se negó a parar las competencias a pesar de que España, Suiza y Holanda boicotearon el evento en protesta por la invasión de Hungría.
“Toda persona civilizada”, declaró, “se doblega ante el horror de la salvaje masacre en Hungría. Pero no es razón suficiente para destruir el núcleo de cooperación internacional y buena voluntad que tiene el movimiento olímpico. Los Juegos Olímpicos son justas entre individuos y no entre naciones.”
A pesar de todo el descontento político, estos Juegos Olímpicos de 1956 terminaron con una nota alegre que iba a anuncia la relativa paz de la primera mitad de los años sesenta. Los atletas, en la ceremonia de clausura, no marcharon como naciones, sino que se unieron en abrazos efusivos. Fue una manifestación absolutamente espontánea de unión deportiva más allá de las diferencias políticas. Una postal quedó de ese momento en el beso de Olga Fikotova de Checoslovaquia y Harold Connolly de Estados Unidos. Los dos atletas que representaban a los aguerridos bloques ideológicos opuestos se conocieron y se enamoraron en la villa olímpica. Los dos ganaron medallas y se casaron poco tiempo después.
II
Los Juegos Olímpicos de 1960 celebradas en Roma parecían llegar en un momento de perfecta concordia. No había conflictos latentes como el del Canal de Suez o la Guerra de Corea y Brundage estaba entusiasmado. Incluso, se atrevió a decir que el deporte podía ser una alternativa moderna de la religión frente al papa Juan XXIII. Un factor esencial contribuyó a que se celebraran estos juegos que han sido considerados como los más bellos y amigables de la época moderna: la televisión. Eurovisión transmitió en vivo los eventos en Europa Occidental y el comité italiano ganó muchísimo dinero vendiendo esos derechos. Con esto, se inauguró una nueva era de negocios alrededor del deporte que iba a llegar a su cúspide de gloria capitalista, en la decadencia de la Rusia soviética, con Reagan y McDonalds en los juegos de Los Ángeles en 1984. Mientras tanto, en Roma, los atletas rusos y estadounidenses se dieron la mano ante los ojos de millones de televidentes. Incluso, se desearon suerte. Gracias a esta cordialidad, se recuerdan más los Juegos Olímpicos de Roma por los logros deportivos que por los escándalos políticos. Uno de estos logros fue la mítica carrera de Abebe Bikila de Etiopía, un corredor que nadie conocía y que ganó el maratón con los pies descalzos. Fue el primer atleta negro africano en ganar una medalla de oro. También se rompieron toda clase de récords olímpicos y mundiales y se empezó a hablar del talento nato de un desconocido boxeador norteamericano que descolgó una presea dorada en la división ligera de los pesos pesados. Su nombre era Casius Clay. Pero toda la concordia, evidentemente, no podía durar. El 7 de febrero de 1963, el COI suspendió al Comité Olímpico de Indonesia y el dictador Sukarno, como represalia decidió organizar sus propios juegos asiáticos. Se llamaron los Juegos de las Nuevas Fuerzas Emergentes o GANEFO, por sus siglas en inglés, y se oponían radicalmente a “todas las fuerzas del imperialismo y a las manipulaciones de países imperialistas”. En total, 43 países se sumaron al llamado de Sukarno y los juegos se celebraron con gran pompa en noviembre de 1963, a pesar de todos los esfuerzos y amenazas del COI. Sukarno acabó cayendo y los segundos juegos del GANEFO no llegaron a celebrarse, pero Indonesia y Norcorea terminaron vetados de los siguientes Juegos Olímpicos. A ellos se sumaba, por supuesto, el controvertido veto a Sudáfrica por su política del Apartheid que prohibía la competencia atlética a ciudadanos negros. Brundage resistió con cierta vehemencia a que se impidiera la competencia a Sudáfrica y ese problema continuó durante muchos años. De hecho, Sudáfrica es el único país que fue vetado de los Juegos Olímpicos de esa manera. Ahí, los dos bloques ideológicos de la Guerra Fría estaban de acuerdo. En realidad era Brundage el que no quería vetar a los sudafricanos sosteniendo su cada vez más problemático discurso de no mezclar el deporte con política. Como bien se lo hicieron saber varios periodistas cuando pegó el grito al cielo por las protestas de atletas estadounidenses negros durante los juegos de México 68, Brundage no había dicho nada cuando Hitler puso esvásticas y banderas nazis en los Juegos Olímpicos de 1936. El entonces vicepresidente del COI ni se inmutó. Tampoco le molestaron las tomas pletóricas de Leni Riefenstahl que celebraban la gloria nacional-socialista. Al parecer, el malestar político de Brundage, como de varios presidentes subsecuentes del COI, era particularmente selectivo… A pesar de los problemas con Indonesia, Norcorea y Sudáfrica, los juegos de Tokio 1964 fueron los últimos juegos relativamente pacíficos en dos décadas. De nuevo, Abebe Bikila triunfó en el maratón ganándose el sobrenombre del “metrónomo con piernas”. Donald Schollander arrasó con todas las medallas de natación para los estadounidenses cimentando, medio siglo antes, las proezas de Michael Phelps. Finalmente, después de sufrir una dolorosa derrota en la justa de Judo ( deporte que ellos mismos inventaron), los japoneses celebraron una increíble victoria con el equipo femenil de voleibol al vencer a la URSS. Las atletas rusas les sacaban dos cabezas a las japonesas y, sin embargo, con una disciplina férrea, este equipo inesperado conquistó el título. Con las atletas japonesas celebrando se vivieron bellos momentos de calma antes de nuevas y violentas tormentas. (Olympics)" />
III
En 1968, el mundo estaba en llamas. La Guerra de Vietnam causaba furia entre la juventud estadounidense en rebeldía; en el mayo francés las estructuras salían a las calles; en Praga se vivía una primavera de liberación; y en México se formaba el Consejo Nacional de Huelga con un pliego petitorio de 6 puntos que hacía frente a las violentas represiones del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. El presidente mexicano, junto a Luis Echevería, su secretario de gobernación, sentían la presión de un evento único que se avecinaba: el COI había elegido a México como sede de los siguientes Juegos Olímpicos. Después de Oceanía y Asia, ahora era el esperado turno de América Latina. La decisión de escoger a un país emergente se justificaba, claro, a los ojos de Brundage, con el mismo discurso universalista decimonónico. Los problemas en México, sin embargo, mostraban las claras tensiones que nacieron de la Guerra Fría y que despertaron la paranoia del miedo comunista en los dirigentes... y en sus fuerzas de seguridad. (Wikimedia Commons)" /> Los tanques soviéticos llegaron a Praga a aplastar los aires de libertad y la masacre del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco marcó el sanguinario fin de las revueltas estudiantiles en la Ciudad de México. Los fusiles y los cañones, de dos lados opuestos de la división ideológica, aplastaron los sueños de libertad de una juventud rebelde. El mundo miraba horrorizado lo que sucedía en Praga mientras el gobierno mexicano ocultaba lo que sucedía en la capital del país. Todo estaba en orden. Al final, Díaz Ordaz había sido “tolerante hasta excesos criticados”. Desde el lado europeo, miembros del COI pidieron que la Unión Soviética y Alemania del Este fueran proscritos de los Juegos Olímpicos. Pero Brundage regresó a su mismo discurso:
“Si la participación en cualquier deporte”, declaró, “tuviera que detenerse cada vez que los políticos violan las leyes de la humanidad, nunca habría competencias internacionales.”
En efecto, los juegos siguieron como planeado, manchados de sangre de estudiantes y bajo la vigilancia cada vez más ominosa de las mismas fuerzas de seguridad que, en los años siguientes, desaparecerían a miles de personas durante la llamada Guerra Sucia. Pedro Ramírez Vazquez, cabeza del comité organizador, tranquilizó a los miembros del COI y Brundage dio el banderazo:
“Hemos hablado con las autoridades mexicanas y nos aseguran que nada puede interferir con la pacífica llegada de la llama olímpica al estadio. Nada impedirá tampoco las competiciones que se celebrarán después.” Declaró en un comunicado.
Además de las protestas por la lucha racial en Estados Unidos, encabezadas por la famosa imagen de Tommy Smith y John Carlos alzando un guante negro durante la ceremonia de los himnos, la mítica gimnasta checoslovaca Vera Caslavska se llevó el oro por encima de sus rivales soviéticas. Cuando sonó el himno de la URSS, Caslavska sólo bajó la mirada. A partir de ahí, los Juegos Olímpicos tendrán un regusto amargo durante dos décadas. El 5 de septiembre de 1972, en plena competencia olímpica, seis palestinos ingresaron a la villa de los deportistas y secuestraron a miembros del equipo israelí. Mataron a dos atletas que trataron de defenderse con cuchillos. Cuando se vieron rodeados por la policía, aventaron el cuerpo mutilado de Moshe Weinberg por la ventana. Pedían la liberación de 243 presos políticos palestinos en Israel y de dos terroristas comunistas alemanes, los famosos Adreas Baader y Ulrike Meinhof. La lucha por la liberación palestina y la lucha terrorista internacional de sectores radicales de izquierda (recordemos al famosísimo terrorista Carlos) se unieron con ramificaciones terribles durante la Guerra Fría. Al final, todos los terroristas y todos los rehenes israelíes murieron acribillados en una balacera en la pista del campo de aviación de Fürstenfeldbruck. En esta ocasión, de nuevo, Brundage se negó a detener los Juegos Olímpicos. A pesar de su retórica anacrónica esta decisión férrea cambió para siempre el destino de los Juegos Olímpicos. Ceder ante el horror de la masacre hubiera sido, de cierta forma, ceder ante las demandas terroristas. Si no hubieran continuado esos Juegos (con el apoyo del gobierno israelí), tal vez la justa de Seúl, en 1988, hubieran podido sufrir otro tipo de ataques terroristas con la inmediata amenaza de Corea del Norte. (Flikr)" /> En todo caso, esta fue la última gran decisión de Brundage, que cedió su lugar en el comité olímpico y murió antes de los juegos de Montreal 1976. Estos juegos, los últimos en que participarían juntas las comitivas de Estados Unidos y la URSS en más de una década, marcaron el inicio de la era de los boicots. Y ahí se demostró la absoluta dominación de los países preponderantes en la lógica de la Guerra Fría: Estados Unidos, la Unión Soviética y Alemania del Este se llevaron la absoluta mayoría de las medallas. De hecho, en el medallero, en unos Juegos Olímpicos en Norteamérica, Estados Unidos quedó en tercer lugar. El shock fue grande y las repercusiones también. Los soviéticos sentían que era hora de organizar unos Juegos Olímpicos en alguna sede del bloque comunista. A regañadientes permitieron la elección de Montreal en el 76, para adueñarse de los juegos de 1980 en Moscú. Estas iban a ser, en medio de la decadencia marcada del régimen soviético, una demostración pletórica del poder socialista. Pero todo terminó en un fiasco político. El 28 de diciembre de 1979, Radio Moscú reportó que el gobierno de Afganistán había pedido la intervención de la URSS en su territorio para combatir a las fuerzas de los talibanes. El presidente Jimmy Carter no tenía muchas opciones políticas ni sensatas amenazas económicas (por el alza en los precios del petróleo) para impedir la invasión rusa en Medio Oriente. Entonces, se le ocurrió una solución de poder suave: amenazar a los rusos con boicotear los Juegos Olímpicos de Moscú. A pesar de la enorme oposición de los atletas y de los problemas legales (incluso, constitucionales) que suponía esta amenaza, Carter la mantuvo. Logró convencer al congreso de la legalidad de la medida y, también, hizo giras diplomáticas más o menos exitosas para intentar propagar el boicot entre sus aliados. Se unieron al llamado los países islámicos que se oponían a la invasión rusa por motivos evidentes, además de Israel, Japón, China (por una pelea interna con el Kremlin), el Chile de Pinochet, y Alemania Occidental. Al final, 62 naciones se sumaron al boicot y solamente participaron 81 países en la contienda, la cifra más baja en 24 años. Los rusos celebraron la victoria aplastante de Alemania socialista como una demostración rotunda de la superioridad del bloque comunista. Pero la competencia no fue la misma sin Estados unidos, Japón y Alemania. Los juegos de Moscú quedaron manchadas por el boicot histórico más grande. La política, en los años ochenta, dominó al deporte. Como una retaliación evidente, los rusos no participaron en los juegos de Los Ángeles en 1984. A pesar del boicot comunista, sin embargo, estas Juegos Olímpicos tuvieron casi el doble de países participantes, con 140. Pero el boicot volvió a manchar la competencia. Muchos se quejaron del apoyo desbordado del público hacia los atletas estadounidenses en unos juegos que, sin competencia mayor, estaban dominando absolutamente. El nacionalismo americano y la falta de autocrítica en el espectáculo decadente del capitalismo ochentero causó incomodidad mundial. Así lo caracterizó un miembro francés del COI:
“Son como niños gritando por su país. Tenemos una palabra para eso en francés: chauvinistes.”
También, estos juegos marcaron el principio de dos importantes elementos que cambiarían para siempre el deporte internacional: el preocupante aumento del uso de drogas para mejorar la competitividad (y la detección efectiva de éstas) y la victoria de los patrocinios. Lejos quedó la idea de los deportistas como amateurs que competían por la gloria personal. Nació la era de las grandes estrellas y los contratos millonarios. Y con los grandes contratos, vinieron mayores presiones, nuevas trampas, nuevos anabólicos. El ideal universalista del olimpo estaba destrozado. En los Juegos Olímpicos de 1988, en Seúl, se vieron por última vez las caras la Unión Soviética debilitada de la era de Gorbatchev y un Estados Unidos pletórico por el triunfo del capitalismo y la economía de la era Reagan. Sin embargo, en un último hálito de gloria socialista, la Unión Soviética arrasó en el medallero con 132 medallas. En segundo lugar quedó Alemania Oriental con 102 y Estados Unidos en tercer lugar con 84 medallas. Esta fue la última justa de la Guerra Fría y el final del gran dominio soviético sobre el deporte. Cuando se puso el sol en Seúl, nació una nueva era de espectáculos televisivos, marcas comerciales, sofisticadas drogas y mortales pandemias. IV En 2014, el jurista canadiense Richard McLaren empezó una investigación sobre el dopaje sistemático en el equipo de Rusia. Una cadena de televisión alemana había sacado un reportaje en el que acusaba al Comité Olímpico Ruso de permitirlo y ocultar las pruebas que demostraban las trampas de sus atletas. McLaren comenzó a investigar lo que había sucedido durante las olimpiadas de invierno en Sochi. Y se destapó una coladera inimaginable. McLaren encontró que era el propio gobierno ruso que financiaba el dopaje sistemático de sus atletas. Pero no nada más eso, sino que inventaron un complejo sistema para engañar a los controles antidopaje internacionales y gastaron millones de dólares en investigación para, básicamente, hacer trampa. Los atletas, de nuevo, eran los peones en un juego político. El gobierno ruso los amenazaba y amedrentaba, al igual que a entrenadores, doctores y técnicos antidopaje: todo el que no se sometía al enorme sistema de trampas podía despedirse de su carrera. La red de mentiras y de corrupción era también una red entramada de espías y presiones de estado. Y la sombra de la KGB volvía a cubrir a Rusia. Cuando, finalmente, el COI dictaminó, a través de los organismos independientes internacionales antidopaje y el informe McLaren, prohibir a Rusia participar como país en los Juegos Olímpicos de Tokyo 2020 y en el mundial de Catar 2022, Putin los acusó de ceder ante presiones políticas. Lo más sorprendente de todo este caso no es la reacción de Putin, sino su cinismo. La cortina de hierro colapsó hace treinta años, pero la lógica de la Guerra Fría sigue viva. Rusia empleó todo el poder político del estado para ganar en una justa deportiva. Eso quiere decir que, hasta hoy en día, en pleno siglo XXI, el nacionalismo y la representación política siguen siendo alicientes importantes para triunfar en los Juegos Olímpicos. El muro de Berlín cayó, pero la carrera armamentística y la carrera espacial siguen existiendo. La Guerra Fría se terminó, pero su lógica permanece. Desde que los soviéticos entraron en los Juegos Olímpicos, hace setenta años, la lógica de la Guerra Fría ha causado merma en el deporte internacional. Desde los grandes problemas políticos que se infiltraron en los podios, hasta los nuevos sistemas de dopaje masivo. Y, sin embargo, las olimpiadas no eran una panacea incluyente y universalista antes de la llegada de la URSS (a pesar de lo que Brundage y sus secuaces siempre pensaron). De hecho, gracias a los soviéticos, el deporte olímpico cambió radicalmente para acoplarse, con pequeños pasos, a los nuevos tiempos. Fueron los rusos los que impulsaron la paridad de género en el deporte. Antes de que llegaran a las justas mundiales, solamente participaban 518 mujeres en las contiendas frente a más de 5 mil atletas varoniles. Después de la llegada de los rusos, este número no dejó de aumentar. En 1972, ya participaban 1299 atletas femeniles en los Juegos Olímpicos. También, fue gracias a la insistencia de los rusos (por evidentes razones políticas y la lógica global de la Guerra Fría) que el COI tuvo que empezar a voltear hacia países en vías de desarrollo. Los rusos lograron que se incluyeran cada vez más naciones africanas, latinoamericanas y asiáticas a los altos mandos del Comité Olímpico Internacional. En 1954, sólo 2 naciones africanas formaban parte del comité. Para 1977, gracias a las presiones soviéticas, ya eran 13. (Wikimedia Commons)" /> Los ideales de Brundage y sus sucesores pertenecían, sin duda, a otra época y fueron los soviéticos los que, para bien y para mal, demostraron el arcaísmo de sus pretensiones apolíticas de igualdad entre naciones y buena voluntad entre pueblos. Porque la Guerra Fría se encargó de destruir la inocencia de estas pretensiones. ¿Por qué una competencia entre individuos se juega bajo banderas nacionales? ¿Por qué se canta el himno en los podios si las naciones no importan en la justa olímpica? ¿Por qué las manifestaciones políticas de Hitler eran correctas, pero los atletas negros que protestaron fueron expulsados de la competencia? ¿Por qué las mujeres no podían participar en una justa que se dice universal? ¿Acaso las naciones en vías de desarrollo tienen la misma capacidad para competir que las superpotencias? ¿Puede el deporte sólo practicarse por amor, sin ningún aliciente político o económico? (Wikimedia Commons)" /> Los tiempos cambiantes han respondido a muchas de estas preguntas. Tantas otras, seguirán siendo problemáticas. Todo porque los Juegos Olímpicos son, en esencia, un vínculo entre un pasado idealizado y un presente que no se ajusta a sus normas. El imperialismo en esta área del deporte es evidente: el invierno y el verano son conceptos que nacieron en el norte. Los ideales de igualdad entre los pueblos fueron escritos por países colonialistas. Estas incongruencias históricas, más que destruir el ideal de los Juegos Olímpicos, muestran la pervivencia idealista de sus pretensiones. El reto del COI es tratar de adaptar los ideales universalistas del siglo XIX a las lógicas comerciales, económicas, sociales y políticas de nuestros días. En ese camino, podemos aprender mucho. Estudiar la historia de los Juegos Olímpicos -y del deporte en general- es tan interesante porque nos muestra algo profundamente actual que sigue cargando con los pesados lastres, siempre conflictivos, siempre sangrientos, del pasado. Toda la información de este texto fue tomada del libro del célebre historiador del deporte Allen Guttmann, A History of the Modern Games (1992), University of Illinois Press.