Salsa: la música latina que nació en Nueva York
Los puertorriqueños regresan acompañados de más miembros de su banda. Se hacen llamar “Los Vampiros” y uno de ellos porta una capa.
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Es 1959 y el verano hace que las calles de Nueva York transpiren de calor. Hay un pequeño patio en una esquina olvidada de Hell's Kitchen. Se trata de un cubo de cemento con bancas y poco más. Cinco jóvenes blancos hablan en una banca. Inmediatamente huelen problemas cuando ven a los puertorriqueños dirigirse hacia ellos. Primero no pasa nada: están cerca de la zona controlada por los irlandeses. Pero pronto las cosas cambian. Los puertorriqueños regresan acompañados de más miembros de su banda. Se hacen llamar “Los Vampiros” y uno de ellos porta una capa. Vuela el primer derechazo; “Ningún gringo sale del patio hoy”, dice alguien. Caen los golpes sobre los cuerpos blancos. El puertorriqueño con capa se llama Salvador Agron y tiene una navaja. Primero apuñala a Robert Young en la espalda y luego le clava el cuchillo en el pecho a Anthony Krzesinski. Las cosas se habían salido de control y él había demostrado su valía con la pandilla: era el más violento, el más mortífero, el más inesperado. Uno de los dos jóvenes blancos tenía 15 años. Ninguno sobrevive. Agron tiene el infame honor de ser el hombre más joven en ser condenado a muerte en Estados Unidos. Su pena, finalmente, fue conmutada por cadena perpetua. Pero la historia de violencia se repitió entre las pandillas puertorriqueñas de los barrios bajos latinos en Nueva York. Los malos, los bajos, los malandros, los olvidados son el retrato de una migración masiva de jóvenes boricuas a la Gran Manzana, la despiadada urbe de cristal y concreto que habitaron sin olvidar la rica isla pobre. Y todo el imaginario de esa brutalidad quedó capturado en un género naciente que surgió en el calor de las peleas y el sabor caribeño con olor a banqueta vieja y asfalto. Porque, si la salsa se cocinó en Puerto Rico y tiene ancestros cubanos, este ritmo nació, sucio y bestial, en las calles desiguales de Nueva York. Para hablar de la historia, es necesario escuchar la música. Pongan play a esta lista y los invitamos a encontrar, en ella, las regiones sucias de la primera salsa:
La masiva migración puertorriqueña
En 1899, el Tratado de París acabó con la guerra entre Estados Unidos y España. Esta guerra sucedió como consecuencia directa de la intervención de Estados Unidos en la independencia de Cuba y, claro, en los intereses que empezaban a mostrar las administraciones de Lincoln y Johnson por tener una presencia más importante en el Caribe. En efecto, los americanos ya soñaban con construir un canal en Panamá y tener algún tipo de presencia militar entre las islas del Caribe. En algún momento, incluso, quisieron comprar de los españoles la isla de Cuba por 180 millones de dólares. El resultado del Tratado de París fue que Estados Unidos -como parece ser costumbre- se salió con la suya: España tuvo que ceder los territorios de Guam, Puerto Rico y, con un añadido de 20 millones de dólares, las Filipinas. Dieciocho años después, en 1917, el tratado Jones firmado por el presidente Woodrow Wilson otorgaba ciudadanía a todos los habitantes de Puerto Rico. A pesar de no dar plenos poderes en el devenir estadounidense al congreso de la isla, los habitantes caribeños podían ahora considerarse ciudadanos del nuevo imperio. Para ese entonces, ya había varios miles de puertorriqueños que vivían en Nueva York. Pero la firma del acto Jones no causó una migración masiva de inmediato. Fue hasta 1945, cuando se empezaron a agudizar los problemas económicos en la isla, que comenzó la verdadera diáspora masiva de puertorriqueños hacia Estados Unidos. Entre 1930 y 1939, alrededor de 1800 puertorriqueños llegaban anualmente a Estados Unidos. Entre 1950 y 1959, empezaron a llegar más de 40 mil isleños al año. Y, entre 1940 y 1960, la enorme mayoría de los puertorriqueños que llegaban a Estados Unidos se instalaron en la vibrante ciudad de Nueva York; en el Bronx, en Hell’s Kitchen, en East Harlem y en el Lower East Side. Pero las condiciones no eran ideales para recibir a esta cantidad masiva de migrantes. Muchos puertorriqueños ocuparon edificios destinados a la renovación urbana que no contaban con calefacción, agua o luz. La miseria de la vida en el campo se expandía en una nueva y desconocida miseria urbana. La ciudad de Nueva York se configuró, entonces, en barrios. Los nuevos migrantes se instalaban en comunidades étnicas creando los vecindarios judíos, los barrios negros, italianos o puertorriqueños. El sentido de pertenencia y de identidad se relacionaba entonces con una cultura anterior y una intersección de calles. Nacieron así las pandillas tan caricaturescamente retratadas en cintas como West Side Story. También, en la mezcla cultural de una ciudad rebosante de influencias, empezaron a nacer nuevos ritmos.
El nacimiento de la Fania
Con la migración masiva de isleños a Nueva York comenzaron a escucharse nuevos ritmos en las calles. José Feliciano empezaba a decorar con sus éxitos el Teatro Puerto Rico. Éste recibiría después a Los Panchos, a Jorge Negrete, Pedro Infante y Mario Moreno "Cantinflas". Los boleros de Pedro Flores sonaban por las ventanas y el boogaloo comenzaba a hacer su presencia entre los jóvenes. En este ambiente, en 1964, Johnny Pacheco, un dotado músico de origen dominicano, se aleja del sello Alegre Records de Al Santiago por diferencias creativas. Junto a su representante italoamericano, Jerry Masucci, este músico decide crear su propio sello discográfico. Así, nació el mítico primer disco de Fania Records. Bajo el número 325 (por la fecha de cumpleaños de Pacheco), salía Cañonazos. En este disco, Pacheco abandona la flauta por timbales y reemplaza a los violinistas de su charanga por dos trompetistas. También, interviene en la voz de Pete "El Conde" Rodríguez, un boricua que le da otro rostro al naciente sello musical. El sonido musical es completamente fresco y fundará uno de los sellos disqueros más importantes en la historia de la música latina. https://www.youtube.com/watch?v=StivMWBjXLo Seguirá la formación de la orquesta de Bobby Valentín con los discos Ritmo Pa’ Goza y Young Man with a Horn que maduran el sonido del sello de Pacheco: los timbales, los alientos, las claves marcando un ritmo progresivamente acelerado. El sonido más cercano al mambo de las grandes figuras latinas como Tito Puente y Machito comenzaba a escucharse menos. Una nueva generación pedía música menos culta, más alejada de las escuelas musicales y las influencias del jazz. Una música más cercana a la calle. La influencia negra se hacía sentir ahora en el bogaloo y no en Miles Davis. En medio de esta efervescencia musical comenzaron a surgir las grandes figuras de la Fania. Junto a Bobby Valentín, Pete Rodríguez, Johnny Pacheco, surgió el pianista judío Larry Harlow, el legendario cantante Monguito, Nicky Marrero, Mark "Markolino" Dimond, Joe Diamond e Ismael Miranda a la sombra del gran Ismael “Maelo” Rivera, también conocido como "el Sonero Mayor de Puerto Rico" y "el Brujo de Borinquen". El ambiente era eléctrico y el talento boricua surgía de todos los rincones. En la esquina de un callejón apareció entonces “el malo”, un joven de apenas quince años que tocaba el trombón de manera violenta, sin pretensiones cultas, sin tregua, sin respeto. Su nombre era William Antonio Colón y, junto a otro joven problemático llamado Héctor Lavoe, fundaría una dupla que llevaría a los discos de la Fania al reconocimiento internacional.
Dos chicos de cuidado
Es 1967, la Fania tiene varios discos que han sido un éxito moderado y se cumplen 50 años de la ciudadanía americana otorgada a los boricuas. En las calles en donde se habla español se mezclan tres generaciones de puertorriqueños. En las ventanas se escucha el boogaloo. Se trata de un mezcla del soul y el R&B de los barrios negros con música de origen cubano. Es un sonido fresco, propio de los barrios latinos de Nueva York, un sonido nacido del mestizaje étnico de una ciudad que recibía a las masas hambrientas del mundo. Un joven de origen puertorriqueño nacido en el Bronx y criado por su tía y su abuela; un joven que cambió el clarinete por la trompeta y, luego, por el poderoso trombón; empezó a disfrutar de estos nuevos ritmos. Su nombre era Willie Colón y quiso grabar un disco con el sello Alegre de Al Santiago. Pero los records de Santiago estaban cerca de la quiebra y nadie quiso producir su disco. Así que, tocando puertas, Colón encontró una nueva casa en el reciente sello de la Fania. Pacheco vio promesa en el joven e irreverente trompetista con pinta de malandro. Pero le faltaba un cantante que hiciera dupla exacta con su estilo. Y ahí entró al juego un puertorriqueño recientemente emigrado a Nueva York. Se trataba de un chico joven, de origen humilde, que no pretendía hacer una carrera artística sino irse a la Gran Manzana “para ganar montones de dinero”. Tenía un carisma único y una voz que representaba al barrio: pendenciera, agresiva, rasposa de necesidad y clara de afrenta. El primer disco de la dupla para el sello Fania se llamó El Malo, como el apodo de Colón. Se dice que le decían así por dos razones: era malandro y tocaba el trombón sin la sofisticación que requerían los puristas de la música cubana. El disco empieza con un golpe violento en el trombón y sigue una mezcla única de boogaloo y ritmos latinos que apropiaban el sonido inicial de la Fania con una irreverencia única. Habían nacido dos leyendas. “Héctor le podía mentar la madre a todo el mundo y el público se reía. Lo malcriaron” decía Colón. Y tenía razón. Los jóvenes músicos no tenían ni veinte años. A Colón lo criticaban por su forma irreverente de tocar el trombón y Lavoe no tenía ninguna formación musical. Sin embargo, estos adolescentes se convirtieron en un fenómeno internacional. Para su segundo disco, The Hustler, el sonido de Colón y Lavoe entraba plenamente en la categoría de lo que hoy se conoce como salsa. La irreverencia y la ambición del sonido habían aumentado; la violencia de las claves y los timbales se aceleraba; la voz de Lavoe se liberaba de toda atadura. Y desde el primer disco, la imagen de la dupla representaba algo que hoy nos parece totalmente natural en el hip hop noventero. Se hacían llamar malos, hustlers, peleoneros, mujeriegos; se pintaban en portadas de discos con gabardinas largas y habanos, en cuartos con iluminación baja, rodeando una mesa de billar, en pinturas que los representaban como mafiosos de Chicago en la prohibición, tirando un cadáver en un río neoyorkino... Antes de la explosión del hip hop, estos eran los chicos malos del Bronx y de Harlem.
No hay problema en el barrio Que quien se llama El Malo Si dicen que no soy yo Te doy un puño de regalo (El Malo, 1967)
Las letras de Colón y Lavoe siguieron este mismo camino en sus siete años de colaboraciones que produjeron 10 discos. Discos con nombres igualmente provocativos de una estética gangsteril: Crime Pays, Cosa Nuestra, La Gran Fuga, El Juicio, Lo Mato…
Ay que guiso, te agarraron Sigue guisando que vas muy bien Hoy te cogió la policía Y mañana el juez Sigue guisando Sigue robando (Guisando, 1969)
De pronto, el mundo comenzó a hablar de un nuevo género musical. Se llamaba salsa y se identificaba con la música de la Fania. Había surgido en Nueva York y tenía dos padres amorosos: la música cubana y la realidad de barrio de los puertorriqueños en la Gran Manzana. En esta mezcla única renacía el bolero, el guaguancó, la charanga, el cha cha cha, el mambo y todo se mezclaba, entre claves, percusiones y alientos, con el nuevo boogaloo y el olor del arroz con pollo en el asfalto caliente con sangre.
La salsa no existe
Hay gran confusión sobre el origen del término “salsa” para describir la música que comenzó a surgir en Nueva York en los años de la Fania Records, de Tico Records y de Alegre Records. Algunos dicen que fue una idea de marketing para relacionar la calidad picosa de la comida con el nuevo sonido latino de moda. Otros, que se trataba de un grito musical -“¡Échale salsita!”- para marcar pautas de solo o momentos de clímax. En cualquier caso, se convirtió en un nuevo estandarte que utilizó la Fania para popularizar a sus músicos. Y el efecto fue casi inmediato: para los años setenta, el género había trascendido a la nueva generación y ahora abarcaba, incluso, a la vieja escuela. Como pueden imaginarse, Tito Puente y Machito, no estabas contentos. Puente decía “la única salsa que conozco está en una botella y se llama catsup. Yo lo que toco es música cubana”. Y Machito también seguía esta línea: “No hay nada nuevo en la salsa, es la misma música que se ha estado tocando en Cuba en los últimos cincuenta años”. En cualquier caso, la salsa creció como idea y comenzó a convertirse en una figura poderosa de unión entre latinos. El panlatinoamericanismo de la salsa negaba, de alguna forma, un origen peculiar de la música y hablaba del mestizaje de influencias. Willie Colón decía que la salsa era “la fuerza que unió a diversos grupos étnicos y raciales latinos y no latinos. (...) Un concepto musical, cultural y sociopolítico siempre cambiante". Y Rubén Blades, cantante que llegó a trabajar con Colón en los años de la decadencia en las drogas de Lavoe, definió la salsa como “folklore urbano en un nivel internacional”. Esta idea de la salsa sirvió en dos sentidos. Primero, negó la influencia cubana en un momento cúspide de las tensiones entre Estados Unidos y la isla caribeña. Hasta 1958, cuando estalló la revolución, Cuba era un protectorado americano. Y, en 1962, cuando los Castro aceptaron plenamente la pendiente marxista-leninista de la revolución y llegaron los misiles soviéticos, la guerra fría escaló a niveles nunca antes vistos. El bloqueo económico de Cuba creó un espíritu de desconfianza y animadversión hacia la isla y su cultura. Con el panlatinoamericanismo se lograba también, entonces, la negación tácita de las raíces cubanas de toda la música genéricamente juntada bajo el nombre de “salsa”. El concepto, claro, sirvió también para vender discos. Esta música surgida de la unión latina en Estados Unidos creó una comunidad extendida. Era una música que hablaba de orígenes compartidos, de una identidad propia como migrantes y de una cultura común atrás. Por eso, después de Nueva York, la salsa se convirtió en un movimiento identitario para Colombia, Venezuela y Puerto Rico. Y todos, en algún momento, se disputan el origen del género. https://www.youtube.com/watch?v=6MO9M0E6If0 En cualquier caso, la estrategia funcionó. Y el más carismático ejemplo es que la Fania All-Stars, grupo por el que pasaron todas las grandes estrellas de la disquera y prominentes invitados como Richie Ray, Bobby Cruz, Eddie Palmieri, Jimmy Sabater y el mismísimo Tito Puente, fue el primer grupo latino en llenar un estadio (Yankee Stadium, 1973) y la primera orquesta tropical en tocar en África (Zaire, 1974). En ese concierto único se mostró el potencial de la Fania como producto. El enorme concierto en Zaire frente a 80 mil espectadores se dio en el imponente marco de Rumble in the Jungle, la pelea del siglo que enfrentó a George Foreman y Muhammad Ali. El evento, organizado por el promotor Don King, significó cifras millonarias y una participación activa y terrible del entonces dictador de Zaire, Mobutu. https://www.youtube.com/watch?v=YkshIBFInME Ya no se trataba de un concierto en un club neoyorkino o en el mismísimo estadio de los Yankees, esto era una exposición internacional de la salsa como un producto manufacturado bajo el sello de la Fania, con la carismática presencia de tantos músicos y la figura única de Celia Cruz. La salsa era ya un concepto, un sello, un género, un rubro, finalmente, un producto. La renovación de la música cubana en las calles del Bronx había dado un paso enorme. Ahora, convertidos en un hito cultural, con un nuevo nombre y nuevos herederos en todo el mundo, los ritmos reinterpretados por una generación de puertorriqueños ganaron un significado mundial. Lo latino se escribió diferente en el sincretismo. Y de Cuba para el mundo, el éxodo puertorriqueño creó una identificación latinoamericana única. ¿Qué quiere decir salsa? Nadie sabe a ciencia cierta. Y, sin embargo, todo latino la reconoce como propia.