¿Por qué mexicanos y chinos vemos un conejo en la Luna?
Existen múltiples versiones de este mito en la tradición de los antiguos pueblos mexicanos.
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Hay tanta soledad en ese oro.
La luna de las noches no es la luna
que vio el primer Adán. Los largos siglos
de la vigilia humana la han colmado
de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.
— Jorge Luis Borges
Este breve poema de Jorge Luis Borges capta en buena medida lo que ha representado la luna en los ojos del ser humano. Desde tiempos antiguos ha sido depositaria de anhelos, misterios y leyendas. Un espejo del tiempo, la representación de las fuerzas superiores que rigen al mundo, un dios que levanta las olas y arranca aullidos a los bosques. Una pregunta que renace infalible cada noche.
La mitología de la luna es vastísima y es difícil imaginar que alguna civilización carezca de mitos en torno a ella. Dentro de esta multiplicidad, quizá haya algunas historias que han trascendido a nuestros tiempos y que se insertan con naturalidad en diversas tradiciones culturales. Una de ellas es la famosa leyenda de «el conejo en la cara de la luna». Como todo mito, tiene un sinfín de versiones y es imposible determinar su origen, pero a grandes rasgos consiste en que cuando hay luna llena, se puede observar con claridad la silueta de un conejo que vive eternamente en el astro.
Existen múltiples versiones de este mito en la tradición de los antiguos pueblos mexicanos. En la versión que recoge Bernardino de Sahagún en su historia de la conquista se cuenta que los dioses se reunieron en Teotihuacán antes de que existiera el día, para determinar qué dios se encargaría de iluminar el mundo. Se ofrecieron Tecuezitecatl y Nanahuatzin, el primero un dios rico, el segundo, pobre. Ambos dioses realizaron ofrendas según sus posibilidades, y después inició una ceremonia en la que tenían que saltar en una gran hoguera. El dios rico tuvo dudas en un inicio, sin embargo Nanahuatzin, sin pensar, se arrojó a las ardientes llamas. Tecuezitecatl, envalentonado por la templanza de su compañero, finalmente se arrojó. Se cuenta que tras ellos se lanzó un águila, y que de ahí se debe su color moreno. Después de este rito, ambos dioses emergieron de las llamas, Nanahuatzin como el sol, Tecuezitecatl como la luna. Ambos irradiaban una luz igualmente cegadora, pero uno de los dioses arrojó un conejo a la luna para opacar su brillo. De ahí proviene, según el mito teotihuacano, el ciclo de los días y las noches (el conejo quedó marcado en la cara de la luna).
Otra versión, quizás más cercana al folclore popular, es aquella en la que Quetzalcóatl, en la forma de un viajero, se sentó a descansar las piernas por sus interminables andanzas por el mundo. Un conejo se le acercó, y al verlo agotado le ofreció el zacate que estaba comiendo para que repusiera sus fuerzas. El dios lo rechazó amablemente, pues él no se alimentaba de plantas. El conejo entonces le ofreció que se alimentara con su carne en un acto de nobleza a cuesta de su propia vida, arguyendo que como sólo era un conejo, eso era lo único que podía ofrecerle. Conmovido por este gesto, Quetzalcóatl volvió a su forma divina y arrojó al conejo hacia la luna haciendo que su imagen se estampara en la superficie de la misma. El dios le explicó que aunque sólo fuera un conejo todo el mundo recordaría su nobleza al mirar la luna. En otras versiones, el dios simplemente recrea la figura del conejo en la luna y desciende nuevamente a la tierra a dar esta explicación al pequeño roedor.
A continuación se cita otra versión que pertenece a los chinatecos de Oaxaca, sacada del libro de Alfredo López Austin El Conejo en la cara de la Luna:
Entre los chinantecos, pueblo que vive en el estado de Oaxaca, se cuenta que Sol y Luna eran dos niños, hermano y hermana. Los pequeños Sol y Luna mataron al águila de los brillantes ojos: Luna tomó el ojo derecho, que era de oro; Sol recogió el ojo izquierdo, que era de plata. Tras mucho caminar, Luna sintió sed. Sol prometió decirle dónde había agua a condición de que permutaran los ojos del águila; además, le impuso a su hermana la condición de que no bebiera el agua hasta que el Cura conejo bendijera el pozo. Luna desobedeció y su hermano le golpeó el rostro con el Cura Conejo; a esto se debe que Luna tenga hoy la cara manchada.
El reconocimiento de figuras en los patrones que provoca la accidentada superficie de la luna abunda en las tradiciones más diversas, no sólo en las culturas prehispánicas. En la tradición mitológica china existe una versión muy conocida de este mito:
La primera versión cuenta que Chang’e y su esposo Houyi eran moradores inmortales del cielo. Un día los diez hijos del Emperador de Jade, el gobernante del cielo y el dios más importante del panteón taoísta (para situar su importancia en la mitología china es útil comparar sus alcances y su relevancia con la de Zeus), se convirtieron en diez grandes soles para incendiar la tierra. A pesar de que su padre les ordenó detenerse, los diez hijos no acataron su mandato; el Emperador de Jade entonces invocó a Houyi para que lo ayudara. Houyi, con su habilidad extrema en la arquería, disparó a nueve de los hijos, dejando a uno para que fuera el sol. Sin embargo, el Emperador se sintió profundamente dolido con esta solución pues nueve de sus hijos estaban muertos, y condenó a Houyi y a su esposa Chang’e a vivir en la tierra como mortales.
Houyi, al ver cómo su esposa sufría con su vida mortal, emprendió un viaje para encontrar la píldora de la inmortalidad y así volver a su antiguo hogar en el cielo. En su viaje conoció a la Vieja Madre del Oeste, que accedió a darle la píldora. Le hizo la advertencia que únicamente necesitarían tomar la mitad cada uno para recuperar la inmortalidad, así que al llegar a su casa, Houyi la guardó en un cajón e indicó a su esposa que no lo abriera por ningún motivo. Después partió de casa nuevamente. Chang’e se sentía cada vez más atraída por el misterio del cajón, decidió finalmente abrirlo. Cuando encontró la píldora, se percató de que su marido regresaba de viaje y para no ser descubierta se la tomó sin saber sus efectos. Al consumir la píldora completa, Chang’e empezó a elevarse rápida e irremediablemente hacia los cielos. Houyi, desesperado, pensó en disparar una flecha para interrumpir su trayectoria, pero no soportaba la idea de apuntarle a su propia esposa y la dejó ir.
Chang’e siguió subiendo hasta llegar a la luna, donde se pensó sola para la eternidad. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que había otro morador en el astro. Un conejo blanco que preparaba elíxires, y había vivido en la luna desde mucho tiempo atrás. Ambos se hicieron entonces compañía por toda la eternidad.
Sin duda, ésta es una muestra muy pequeña del sinfín de relatos que han surgido a través del tiempo sobre la luna, pero lo que se rescata de estos mitos es que, a pesar de las diferencias culturales tan grandes que guarda una civilización como la china y la teotihuacana, por ejemplo, la necesidad humana del mito como una interpretación del mundo es universal y se manifiesta en todas las geografías.